Según el funcionamiento actual de nuestro sistema educativo, la pregunta «¿por qué pensar que la inclusión es la mejor vía?» es una pregunta absolutamente legítima.
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En muchas ocasiones me encuentro con padres que plantean que su hijo está bastante mejor en el aula específica (abierta, enclave…), y además ponen todo su empeño en que siga en ese aula, a pesar de los esfuerzos baldíos de orientadores y docentes por hacerles entender que su «situación» educativa ha mejorado y ya está preparado para acceder a un «régimen de mayor integración». -Obsérvese que estoy utilizando términos y palabras recogidas en la normativa (LOE, LEA…)-.

La Situación Burbuja

Y no les falta razón a estos padres que saben y conocen que en cuanto su hijo deje de estar atendido por especialistas que saben cómo trabajar sin ponerle barreras, tendrá muy difícil participar y, sobre todo, progresar en un grupo ordinario que viene con los vicios segregadores con los que ha sido empapado desde que comenzó su andadura en el sistema educativo.
Sin embargo esta reflexión, que a priori presenta una hipótesis totalmente lógica, tiene sus peligros. Desde mi punto de vista esta decisión que muchas familias toman de mantener la atención individualizada y segregada es una situación burbuja. Creamos ambientes específicos, libres de barreras, con ayudas específicas y pertinentes y con apoyos de laboratorio que hacen que el progreso del alumno sea «adecuado» pero que no representa ninguno de los entornos reales en los que este alumno tendrá que moverse, tanto en el presente inmediato, como en el futuro próximo.
Estas situaciones de aprendizaje no son aplicables a esos entornos naturales y por tanto nuestra lucha debe centrarse en conseguir que el aprendizaje del alumnado con discapacidad se produzca «siempre» en entornos que sean una réplica del lugar donde le ha tocado vivir. 
Si trabajo, por ejemplo, el desarrollo de las emociones en un alumno con TEA, una primera parte de ese aprendizaje irá funcionando adecuadamente mientras va asimilando y comprendiendo las expresiones físicas de cada emoción, pero llegará un momento en que necesitará «descubrirlas» en su presentación natural, en su expresión libre y espontánea, en situaciones de interacción social con unos sentimientos reales que la justifiquen. Solo de esta forma el alumno con TEA podría llegar a entender la emoción, a ponerse en lugar de la otra persona -Teoría de la Mente- y aplicar una respuesta social a la misma.
Existen estudios científicos que avalan que el aprendizaje se produce de forma eficaz cuando imitamos lo que las demás personas de nuestro entorno están realizando (neuronas espejo), y que, además el niño, desde sus primeros meses de vida, está preparado para buscar la cooperación y la ayuda mutua (aprendizaje cooperativo y neuroeducación). Por tanto, intentar encerrar todos estos procesos naturales de aprendizaje en un aula, restringiendo la interacción social a otros pocos niños con los mismos o parecidos problemas, y a un grupo reducido de educadores, no parece que sea la solución más acertada a largo plazo.

El bucle de la exclusión

Pero yo hoy, además, quiero poner el foco de nuestra atención en un aspecto que parece que nunca evaluamos en nuestros procesos reflexivos sobre la oportunidad de la inclusión: los aprendizajes sociales de los alumnos sin discapacidad. 
Cuando justificamos, apoyamos y consentimos que los alumnos con discapacidad estén excluidos en un aula específica, estamos transmitiendo un mensaje de futuro al resto de alumnos del centro. Un mensaje cargado de valores negativos en torno a la discapacidad. Los alumnos están viendo que su propio sistema social está otorgando validez a la exclusión, a la falta de empatía y a la etiqueta. Una validez que debe ser muy importante, pensarán ellos, porque les lleva a separar a Javier del resto de compañeros. Porque de forma reiterada vamos transmitiéndoles que es importante conocer quién es del grupo y quién no lo es, quién es diferente y por qué es diferente, quién merece estar con sus compañeros y quién no puede estarlo. 
Estos son valores que se están transmitiendo de una forma brutal y descarada en los centros educativos cada vez que un maestro de PT o de AL entra a un aula a «llevarse» al diferente, cada vez que en los recreos los segregamos en grupos aislados junto a monitores, cada vez que suspenden y suspenden porque no ha alcanzado los objetivos propuestos para los que sí pueden
Estamos permitiendo que los alumnos del colegio se vayan a casa pensando que una conducta disruptiva la hacen aquellos que se portan mal, y que por eso se les castiga continuamente en el centro. No estamos construyendo entornos donde los alumnos descubran que cuando un alumno con discapacidad o problemas de conducta se porta mal, no es porque es malo, sino porque tiene dificultades personales que le impiden que lo haga bien. No estamos transmitiendo a los alumnos del centro que quizás ellos podrían ayudar a que Javier pueda controlarse y no haya que castigarlo. No estamos enseñando que quizás haya algo en el entorno que molesta a Javier, y que solo con cambiarlo le ayudaríamos. No estamos enseñando a los alumnos que ellos mismos también se portan mal, y que no les gustaría que le castigaran siempre por ello. No transmitimos empatía, solidaridad, cooperación, ayuda, estima, apoyo, amor…
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Al final terminan por entender y justificar que Javier y los de su «clase» tienen que estar en un aula aparte, separados del resto porque no son como el resto. Un aula «específica» para los de su «clase».
Y a este apartado lo llamo el bucle de la exclusión porque aquellos que están llamados en el futuro a ser los maestros que cambien estos valores segregadores de los centros, son los que hoy están empapándose de valores negativos hacia la discapacidad. Los maestros del futuro son los que están ahora aprendiendo que Javier tiene que estar en un grupo aislado. 
Los futuros abanderados del cambio inclusivo en los centros tendrán que superar lo que todos nosotros, incluidos los padres que quieren que sus hijos sigan en aulas específicas, estamos enseñándoles hoy. Tendrán que «desaprender» la exclusión.
Y el resto de alumnos del centro que en un futuro no sean maestros, serán parte de una sociedad que ha aprendido, desde sus inicios, que la discapacidad hay que esconderla. Serán parte de una sociedad intolerante, apática y egoísta. Quizás sean aquellos futuros padres que no dejarán de quejarse porque su hijo está perdiendo el tiempo en una clase que «acoge» a discapacitados. Aquellos padres del futuro que pedirán que otro Javier del futuro se vaya del aula o del centro y deje a los normales seguir el currículo sin interferencias. 

Llamada al cambio

Por eso quiero con este post llamar al cambio educativo. Me gustaría que todos los que hoy justificamos la exclusión salgamos de nuestra zona de confort presente y pensemos en la sociedad que queremos construir para nuestros hijos. 
Y reflexionemos sobre las presuntas bonanzas de la atención individualizada de especialistas. Esos especialistas que saben atender de forma especial al alumnado con discapacidad en las aulas específicas, que conocen tan bien las barreras que encuentran en el aprendizaje y que tienen las herramientas y saben usarlas para eliminar o paliar estas barreras, no deben dejar de existir en los centros, pero deben ser reajustados. 
Deben ofrecer sus conocimientos al resto de docentes, deben llevar esos conocimientos al aula ordinaria, deben participar en la docencia compartida y ayudar a que los alumnos con discapacidad pongan en funcionamiento sus neuronas espejo y apliquen sus conocimientos sobre emociones. Deben facilitar que el código genético natural para la cooperación con el que nacemos se desarrolle. 
Son un recurso valioso, muy valioso, y desaprovechado, muy desaprovechado.
Debemos cambiar los valores que transmitimos a nuestros alumnos, debemos formar futuras personas solidarias que hagan que el Javier del futuro no tenga que mirar a sus compañeros desde la ventana.


Referencias

Alonso Luis  (2015). «Neuronas espejo. Entre el mito y la realidad». Revista Investigación y Ciencia, Nº 75.