Esta fue su sentencia lapidaria: «Maestro, yo sé que no soy tonto, pero tanto apoyo a veces me hace dudar si lo soy». Este chico, de apenas 14 años, viene manifestando cambios importantes en su conducta desde hace ya unos meses. De ser un chico trabajador ha pasado a faltar a clases, no hacer nada en el tiempo lectivo y no esperar demasiado de su futuro académico o laboral. En su fuero interno «ha tirado la tolla«.

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Es, sin duda, ésta una de las etapas más difíciles por las que pasa cualquier adolescente en plena pubertad y con una búsqueda incesante de preguntas que le autoafirmen como persona. Y en un alumno con dificultades de aprendizaje, al que precede una historia escolar de exclusión, marginación, bajada de nivel, trabajo «aparte» en su propia clase y fuera de ella, y libros de un nivel claramente menor, el daño que se le hace a su autoestima y autoconcepto es irreparable.
Cualquier niño que llegue a esta edad, con este convencimiento de parecer tonto aunque así no se sienta por dentro, debe ser considerado como un estrepitoso fallo del Sistema, y sin embargo esto no ocurre. La conciencia colectiva ha asumido con una gran naturalidad y falta de dignidad docente, que este niño no puede estar en un aula normal siguiendo los ritmos normales y estandarizados, y que por tanto el fallo está en seguir manteniéndolo dentro del aula ordinaria.

Y como falla el sistema y los docentes no saben qué hacer con 25 o 30 alumnos en su aula, más los dos o tres desviados, pues toman como solución única la separación curricular incluso dentro de su misma aula, sin ningún tipo de remordimientos éticos ya que se asume que el fallo viene de la falta de recursos del sistema para atenderlo por «profesionales especializados» -esto en el mejor de los casos-; o se asume que el fallo es de la propia incapacidad del niño heredada de su propia naturaleza.

Dos errores del Sistema

Existen dos errores contrapuestos que a menudo aparecen con frecuencia. Uno es el de ir pasando a estos alumnos de curso, bien en nombre del «no da para más», bien en nombre del «pobrecito», bien el nombre del «lo paso porque no es mi problema»; el otro es el de las «adaptaciones curriculares» y la aplicación de la ley.
En primer lugar, las pasadas de curso sin realizar ningún tipo de intervención con este alumno no hace más que ir acrecentando su desfase curricular. El alumno accede a un curso superior perdiendo la oportunidad de crecer en aprendizajes, de PROGRESAR en su educación. Se va estacando más y más, y esto provoca que la brecha entre él y sus compañeros se alargue con el paso de los cursos. Hasta que finalmente llega la famosa frase de «este niño no va a llegar nunca a alcanzar los objetivos«. Y como se ha despersonalizado la responsabilidad asumida por varias decenas de maestros y profesores a lo largo de su escolarización, nadie asume la culpa como suya.
Cuando este alumno es pasado de curso sin tener adaptaciones curriculares, y sin haber hecho ningún tipo de ajuste en la presentación de los contenidos, los docentes implicados estamos mirando para otro lado confiando en que su propio «coraje» personal, u otro futuro maestro con más «suerte» hagan que quizás algún día sea capaz de seguir el nivel de sus compañeros. Pero esto se convierte en un error de bulto ya que el siguiente profesor, nada más entrar por la puerta, sacará su libreta de actividades de evaluación inicial del nivel de competencia curricular y lo situará directamente en el lugar que le corresponde en la clase: grupo de los torpes, menos capaces o extraviados del sistema. Y esto ocurre porque así está definido para que ocurra. Porque seguimos un único currículo, homogéneo e inflexible, normalizante y excluyente, que lleva directamente al precipicio a nuestro alumno.
Y en el segundo, caso, aquel en el que proponemos las adaptaciones curriculares, no estamos nada más que manteniendo a un alumno en un nivel determinado, postergando, alargando y repitiendo una vez tras otra los mismos aprendizajes sin proponer otros cambios adicionales. Como he citado ya en este post, eso hace que el progreso personal del alumno sea muy dificultoso, lento y alejado de otros compañeros de clase. 
Como las adaptaciones curriculares van aparejadas de forma ineludible con la atención individualizada dentro y fuera del aula, el alumno tiene un doble sentimiento de frustración:

  1. Darse cuenta de que no pueden hacer lo mismo que el resto, y que no van a poder hacerlo porque cada vez se alejan más de los aprendizajes homogéneos del aula; 
  2. Ver que lo que aprendan o dejen de aprender, lo hacen separados, alejados, segregados.

Alternativas de valor

El daño que el Sistema Educativo va provocando a este alumno es gradual, casi inapreciable en los primeros cursos. De manera sutil, como una subida ciclista al Alpe d’Huez, el modelo homogéneo y estándar que se propone a los estudiantes va marcando un ritmo único, que es el causante de que se vayan descolgando del pelotón aquellos que no pueden seguirlo. Pero la educación no debería ser una subida a un puerto de montaña de corredores individuales y por un único camino empinado.

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Quizás los docentes deberíamos mirar hacia abajo en esta subida y darnos cuenta de que el ritmo que vamos imponiendo desde el principio no se adecua a todos.

Si en la subida intentásemos trazar ayudas diferenciadas, diferentes bicicletas o ruedas motorizadas, desde que los niños se están iniciando, podríamos «mantener» a este niño en nuestro modelo de aprendizaje. Si desde los primeros cursos de la E. Infantil y Primaria trabajásemos con un «diseño universal de aprendizaje» nos permitiría eliminar las barreras que propone nuestro modelo didáctico. Estaríamos ofreciendo diferentes formas de expresión y representación que motiven al alumno a seguir con nosotros. Estaríamos ofreciendo una subida menos empinada, pero que pasaría por el mismo paisaje, obligaría a ascender por la misma montaña y exigiría llegar al mismo puerto con ayudas distintas. Y a nuestro alumno, le habríamos hecho sentirse menos tonto.

Incluso en el mismo pelotón ciclista funcionan los grupos cooperativos donde los «gregarios» bajan a ayudar al que se descuelga ofreciendo relevos para tirar de él. El aprendizaje cooperativo, también desde los primeros años de escolarización del alumno de este post, le habría aportado la posibilidad de que sus compañeros «hubiesen tirado de él», pero también le habría ofrecido la posibilidad a él de «tirar de algún compañero» y sentirse menos tonto.

Y seguro que si en esta subida empinada hubiésemos previsto que existen diferentes caminos y rutas de subida, que no todos deben llegar siempre hasta arriba por la empinada y única cuesta que propone la organización de la carrera, habríamos ofrecido una gran ayuda a este alumno para no quedarse atrás y abandonar la carrera. Habría podido subir por atajos diferentes, unas veces compartidos y otras veces personalizados, pero habría llegado a la cima. El multinivel ofrece vías de trabajo diferenciadas, permite ejecutar el mismo aprendizaje a diferentes niveles de complejidad, y permite que el Diseño Universal de Aprendizaje, unido al trabajo cooperativo se pongan a funcionar juntos para compartir aprendizajes con sus compañeros, siempre subiendo la misma cima. Y esto habría hecho a nuestro alumno, sentirse menos tonto.

Si nos abandonamos a nuestras excusas docentes y dejamos que este alumno alcance catorce años con altas dosis de frustración, con un gran bagaje de experiencias de exclusión y proponiéndole siempre «carreras distintas» a las de sus compañeros, muy probablemente tire la toalla, y ni el aprendizaje cooperativo, ni el multinivel, ni las ayudas técnicas, ni la eliminación de barreras vengan a reparar el daño causado. Porque le hemos hecho creer que es tonto, y desaprender es lo más difícil de todo. Los docentes lo sabemos muy bien porque somos incapaces de desaprender nuestro único modelo de trabajo, nuestra única subida al Alpe d’Huez.

Desde mi parte de responsabilidad, pido perdón a este alumno por hacerle sentir tonto