Todos los que habéis tenido ocasión de leer en algún momento u otro los artículos que escribo en favor de la inclusión y apelando al cambio de mentalidades hacia la cultura de la participación, sabéis que con frecuencia he sido crítico con aquellos docentes que miran para otra parte o que, de forma expresa o tácita, manifiestan que la inclusión no va con ellos.
Hoy quiero dar voz en este blog a una docente que reflexiona sobre ello, que quiere hacer todo lo posible pero que cierto día me confesó que todo está precioso en la teoría, pero que la realidad es otra cosa muy distinta. 
Os dejo sus confesiones, nacidas desde la más profunda de las verdades éticas y personales de un docente, para que nos pongamos también en el lugar del otro, para que comprendamos sus porqués. Merece la pena leer estas reflexiones de una docente «agobiada con la inclusión».
Por razones de privacidad de la maestra, y sobre todo de sus alumnos, hemos decidido mantener el anonimato y nombrar a los niños de este relato con seudónimos que escondan su verdadera identidad.



Confesiones de una maestra agobiada con la inclusión

Voy a intentar explicar los motivos que me han llevado a replantearme mi tarea educativa, indagar otros caminos y aterrizar, de alguna manera en lo que llamamos “enseñanza inclusiva”.
Llevo 28 años en Infantil, feliz con mis métodos de siempre. Cada vez más relajada por la experiencia que te da el paso de los años. Pero con una preocupación cada vez mayor: los alumnos de las nuevas promociones vienen menos motivados, más problemas de atención, más programas de modificación de conducta, más niños de ”integración”, adaptaciones curriculares…
Ya madurita, tuve dos hijas. Comienzan Infantil en otro centro y… ¡están motivadas, muy motivadas! Me explican cosas muy distintas de lo que mis alumnos podrían explicarles a sus papás. Con sólo 4 años, dan sentido a la lectura y escritura, hablan de “respeto”, de “toma de decisiones”, de” búsqueda de información”… 
Comencé a analizar mi práctica diaria, a reflexionar, a leer y a darme cuenta de que había llegado la hora de cambiar muchas cosas… Por ese tiempo, tuve la suerte de conocer a un gran maestro de PT y experto en el tema de inclusión que me ayudó a despejar muchas dudas.
Me replanteé todo:
Qué entendía por aprendizaje, qué significaba enseñar y aprender… Llegué a algunas conclusiones:
  • Que el aprendizaje no es almacenar información sino experimentar. Y esta experiencia debe ser significativa, es decir, interiorizarla, esto es, establecer conexión entre los conocimientos que ya tienen y esa nueva información; evitando, por tanto, las lagunas.
  • Que para que esto sea así debemos plantearles situaciones conflictivas a través de su actividad diaria, que así le daríamos un sentido real a la idea de “aprender a aprender”.
  • Que si nos equivocamos, no pasa nada; los errores son importantes. 
  • Que debemos respetar los distintos ritmos intentando plantear tareas de distinto nivel. Aprendemos todos y cooperamos.
  • Que en este camino estamos incluidos todos y cada uno de nosotros, con nuestras “cosas” que nos hacen diferentes.
Después de todos estos descubrimientos, te convences pero, rápidamente aparecen las dudas, ¿por dónde empiezo, seré capaz? Y te sientes sola, en medio de doce compañeras que parecen tenerlo todo muy claro. Y casi, te planteas volver de nuevo a lo conocido, a lo seguro.
En ese momento esta hija mía pasa a Primaria llena de ilusión: ¡podría seguir aprendiendo más y mejor, pues ya era más mayor!. Pero esto, no sucedió. Ya no se sentía exploradora ni importante junto a su equipo de trabajo. Le costaba levantarse para ir al cole: rutina, lecciones, controles… la magia se había ido.
Esto me impulsó a tenerlo claro y no dudarlo más. Comencé, tenía mucho por hacer, mi tranquilidad se había terminado. El libro de texto había dejado de ser el TODOPODEROSO. Y si un niño venía llorando, la tarea clave de ese momento sería saber qué le ocurría y no el rojo ni el nº 3. Y que íbamos a descubrir todos, cada uno con sus propios ojos, el mundo juntos… 

Tiempos de Cambio

Así he pasado mis últimos años, feliz. Equivocándome mucho, pero creciendo con mis experimentos, hasta que el año pasado, todo comenzó a cambiar:
Empiezo una nueva promoción de tres años y, gozando de algunos privilegios que nos da la edad, pude elegir grupo. Tal vez queriendo jugar a ser “buena” o quizás por poner a prueba todos esos conocimientos maravillosos que había adquirido en relación a la INCLUSIÓN, decidí quedarme con el grupo que, según la Jefa de Estudios, era “el peor” (26 alumnos y 2 con problemas graves). 
Era un grupo realmente complicado. Leí informes y:
Juana tenía retraso madurativo. Una niña maravillosa que había pasado más de la mitad de su vida en hospitales. Saturada ya de tanta gente, había decidido que no quería conocer a nadie más: gritaba y vomitaba con gran facilidad ante la presencia de un mayor.
Juan con tan solo 2 años y meses, parecía tener algo así como Asperger. Al poco tiempo, conocía todo el abecedario y tenía unas conductas repetitivas muy elaboradas y curiosas. Gritaba con todas sus fuerzas.
John era un niño extranjero con graves problemas: no hablaba, solo emitía sonidos guturales, no succionaba ni masticaba, no controlaba esfínteres, tenía la mirada perdida y no respondía a casi ningún estímulo externo. Este niño se coló en la lista como “normal” pues los padres no dijeron nada.
Y bueno, los tres inmersos en un aula de 23 restantes que, a duras penas, intentaban superar ese sentimiento de abandono que produce en ellos el ingreso a un lugar desconocido. El famoso “periodo de adaptación”.
Cada uno de estos alumnos, como es lógico, es único e irrepetible, con sus peculiaridades. Pero por poner algunos ejemplos os diré que J.C. se hacía caca todos los días. Que su mamá no podía venir y yo me adjudiqué la tarea de limpiarlo siempre. Que otros tantos se manchaban de pipí en el intento de usar el urinal pues están aprendiendo. Mientras tanto yo… sopesando qué sería más rápido, si buscar el móvil de entre doce aulas para llamar a la limpiadora y que recogiese los vómitos de Juana y el pipi del otro, y para llamar a sus padres porque se habían mojado; o directamente no llamar y escaparme volando al cuarto de limpieza y recoger y limpiar yo misma todo. Eso si, a escondidas para no llevarme encima una regañina. 
Así lo hacía casi siempre… pero el problema era que cuando volvía a clase, John había propinado varios bocados, siempre en el hombro a alguno de sus amiguitos que, como podían, trataban de echar el día atrás.
Así que corriendo buscaba la barrita milagrosa que todo lo cura, para que las mamás no me la liasen. Mientras tanto, mi Juana, en medio de ese caos y ese calor, -era septiembre y tenía que estar todo cerrado para que no se me escapasen-, gritaba y vomitaba y… vuelta a empezar: ir a por la fregona, que ya opté por dejarla en el aula a mano y echar ambientador que compré, porque allí dentro de esas cuatro paredes no había quien respirase entre tanto fluido: lágrimas, mocos, pipí, caca, vómitos y sudor.
Luego estaba mi A. que aprovechaba un descuido y, seguramente aburrida de ese escenario, necesitaba explorar. Así que se escapaba. Tres veces abrí la puerta a los padres para salir y A. no estaba. ¡Madre mía! Lo que entra por el cuerpo cuando esa mami te dice que dónde está su hija. Solo recordarlo se me pone el vello en pie.
P. cada día, a la hora de salir, se iba «embarazada«: toda la barrigota llena de muñequitos escondidos para llevárselos a su casa….. Cuando la descubría, se ponía histérica gritando y dando patadas a todos y todo lo que se cruzaba a su alrededor…. Y así podría seguir hasta llegar a nombraros peculiaridades de cada uno de los 26. De los desayunos, el agüita, las rebequitas… todo lo que cualquier maestra de infantil, ya sabe.
Como era lógico, los padres presentaron una queja al equipo directivo en relación a los bocados de John, que cada vez eran más agresivos y con mayor frecuencia. Alegaron que ese niño, no podía estar junto a niños normales, y que por qué en mi clase había tantos niños malitos
El director me escuchó y apoyó en todo momento, proporcionándome toda la ayuda que necesitaba, aunque dejándome caer que «había estado tonta al elegir el peor grupo«, ya que había gozado de prioridad para elegir.
Reuní a los padres para hacerles ver que todos los niños de ese grupo eran dueños del aula, absolutamente todos, cada uno con sus características y que debíamos buscar otras soluciones (debo reconocer que di una charla preciosa acerca de la inclusión; la teoría la tenía bien aprendida). No volvieron a dar ni un solo problema más. 
Era una situación insostenible… los recursos que me proporcionaron, empeoraba el ambiente aún más: ¡tanta gente en el aula! A veces llegábamos a juntarnos hasta 7 personas: PT, AL, orientadora, monitora de control de esfínteres, práctica de ésta, mi práctica y yo. Ah, y la seño de religión que el venir ella, me iba yo; cada una opinando y queriendo poner soluciones, siempre con la mejor intención. Mientras, mis compañeras de los demás grupos de 3 años,  se empleaban en mantener a sus niños controlados, en medio de un silencio perfecto, todos con su cera amarilla en la mano pintando al unísono la ficha del limón para aprender este color.
Ahí creo que fue donde toqué fondo. Me di cuenta, digamos lo que digamos, de que la discapacidad la rechazamos y excluimos de nuestro sistema, pues no elaboramos modelos que incluyan a todos; ni siquiera los maestros más innovadores. Y si éstos no lo hacen, imaginemos los que estamos intentando dejar el libro de texto… Me di cuenta de que yo no tenía preparación ni formación real práctica, sólo teoría preciosa
Lo peor es que ahora me cuestiono si en realidad quiero predisponerme a tenerla. ¡Otra vez a cambiar todos los patrones, con lo satisfecha que me sentía ya!
Me di cuenta, digamos lo que digamos, de que la discapacidad 
la rechazamos y excluimos de nuestro sistema
Todo el equipo de orientación hacía lo que podía, dedicándose en cuerpo y alma a ellos. Yo, tal vez inconscientemente delegaba todo en ellos, sacudiendo así toda mi responsabilidad. Cuando no estaban en mi aula, estos alumnos daban vueltas por la clase, sin saber qué pasaba a su alrededor, considerados diferentes por nosotros los normales; interfiriendo negativamente en ese trabajo tan motivador que yo había emprendido. 
Pero no había otra: tenía 23 restantes que no podía olvidar. De pronto, aparece la reconcomia, el sentimiento de culpa, una lucha entre el bien y el mal justo en el momento en el que la mamá de alguno de estos niños te pide una tutoría y te pregunta… Te pones en el lugar de ellos, como si de tu propia hija se tratase y, no tienes más remedio que aconsejarles que se lleven al niño de allí porque más alejado no puede estar ya de la normalidad. Quizás un centro específico al menos, será más sensible que nosotros. Sintiendo precisamente yo, justo lo contrario, pues me gustaría que mi clase no fuese de integración -que es como hacer el favor de mantenerlos en nuestro grupo-, sino que fuese un modelo inclusivo real.
Se me iba todo de las manos… perdí seis kilos, casi depresiva y, como era noviembre, estaba tan desencantada, que concursé para Primaria.
Hice un alto en el camino y me lancé unas preguntas: ¿Qué causas son entonces las que están originando que mi clase no sea inclusiva? ¿por qué no he sabido romper esas barreras?
-¿Falta de recursos personales? No. Ya he hablado de ello. Quizás mal aprovechados. Además he realizado actividades con alumnos de otras edades, con las familias, las volví a reunir dos veces más, utilizamos espacios grandes como pasillos, patio…
-¿Programas o planes de estudios inadecuados? No lo sé. Aunque mi intención fue la de abordar todos los ámbitos y que todos aprendiesen a ser, a convivir, a hacer y a conocer, pues creo que es precisamente a esta edad cuando debemos comenzar. He intentado que todos hiciesen una misma actividad, de forma práctica y cooperando, pero con distintos niveles de dificultad, construyendo juntos en la misma clase el mismo “quehacer”. 
-¿Mala actitud o predisposición? No creo pues he dejado de hablar de niños discapacitados, de adaptaciones curriculares. Hemos logrado darle mucho cariño, que puedan participar, convivir, no sentirse discriminados (a estas edades es muy fácil pues los niños pequeños aún no saben discriminar)…
Sin embargo creo que he fracasado en el proceso de construcción de su propio conocimiento. No he tenido las estrategias necesarias. Tal vez haya sido mi falta de creatividad y herramientas para que se produzca en todos esa madurez. Tal vez sea eso…
El año escolar ha finalizado. Ahora están en 4 años y “es el grupo peor preparado”. Nadie los quería coger, teniendo que recurrir a sorteo, pues a mí me dieron primaria, y creo que no les va demasiado bien. 
Yo, perdida en el camino y con todos estos sentimientos confusos, me he quitado un peso de encima (ojos que no ven, corazón que no siente).
Ahora tengo otra realidad: un 1º de primaria con 24 alumnos de los cuales todos son y están denominados por la Comunidad Educativa como “alumnos normales”.
Espero que esta nueva etapa sea un conflicto cognitivo de esos que, cuando los resuelves, te permiten CRECER.
Una maestra agobiada por la inclusión